De pronto pareciese que una verdadera fiebre de participación ciudadana se hubiese desatado por doquier y que miles y miles de ciudadanos hubiesen adherido a la democracia como forma ideal de gobierno. Aun los que antes sostenían que el poder nace del fusil, hoy hasta declararían que nace de las urnas.
Las elecciones municipales y regionales nos han mostrado la proliferación de cientos de movimientos vecinales y de entusiastas candidatos que –cual carretas Jorge Pérez en su clásica canción–prometen hasta que “las corvinas nadarán fritas con su limón”.
¡Fiesta democrática! Suele ser el calificativo de muchos periodistas al referirse a los comicios de este 3 de octubre. Insuficiencia de los partidos políticos para canalizar voces e inquietudes locales, apuntan circunspectos analistas políticos.
Sin ánimo de polemizar y guiado por las estrafalarias propuestas y los no menos folclóricos símbolos electorales, amén de los balbuceantes candidatos, creo que es deber del analista preguntarse –con legítima preo-
cupación– si todo esto obedece a la llamada crisis de la representación política o a factores acaso más prosaicos derivados de nuestra crisis de valores.
Primero fue la apresurada y nada técnica llamada regionalización. Luego, la ingente transferencia de facultades y recursos a las instancias regionales y locales. ¿Resultado? Apetecibles feudos llamados democráticos que convocan ambiciones económicas de postulantes y de sus amigos que –bajo membretes como Frente de Defensa de sabe Dios qué movimientos que propugnan cambios nadie sabe hacia dónde– pugnan por una prostituida representación política que –en muchísimos, muchísimos casos– no constituyen cosa distinta que concebir el poder local como ocasión de enriquecimiento pronto o, peor aun, de alcanzarlo para estar en aptitud de entretejer propuestas políticas nacionales que –bajo la forma de “alianzas o confluencias”– posibiliten conglomerados de cara a las elecciones del 2011.
La descentralización política y económica no ha hecho sino terminar por enfermar el todo de la vida orgánica política. Los males del centralismo los hemos esparcido al tejido nacional todo, multiplicando así las incompetencias en la gestión pública y alimentando la prostitución de su manejo.
¿Nos atreveremos a revisar la malhadada regionalización? ¿Obligaremos a los partidos políticos nacionales (más allá de llenar formularios azangáricos) a ser verdaderamente democráticos en la elección de sus candidatos? ¿Exigiremos que estos partidos convoquen y capaciten a los mejores y no cedan a elegir aventureros de la cosa pública?
Vamos. No nos extrañemos de las propuestas autoritarias y centralistas que empiezan a confirmarse en el imaginario de la gente precisamente como antídoto a las incapacidades de gestión local, a las innecesarias fuentecitas de agua que se inauguran por doquier y a las agrupaciones (más bien bandas) que en nombre de la democracia constituyen –de facto y desde un principio– formas de asociación ilícita para delinquir.
Por: Eduardo Zapata
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