Jueves, 19 de enero de 2012, una fecha que vivirá en la infamia. Ese día se inició el mayor ataque informático de la historia, con casi 10 mil personas en la línea de fuego y más de 27 mil computadores involucrados.
Poco a poco fueron cayendo las webs del FBI, el Departamento de Justicia, la Casa Blanca, Universal, Warner, la oficina norteamericana de Copyright y decenas de otras webs en España, Bélgica, Francia, Brasil, en todo el mundo, incluyendo la peruana APDAYC. El más afectado: el mismísimo director del FBI, Robert S. Mueller, cuyos datos personales, los de su esposa, sus hijas, su yerno y hasta amigos de sus hijas, fueron filtrados. Estamos hablando de direcciones físicas, códigos postales, teléfonos y correos electrónicos. Los ataques continúan al momento de escribir estas líneas. La última víctima: Disney.
¿Qué pasó? Pasó que, simplemente, era el momento.
La Guerra por Internet ya tiene algunos años, pero hasta hace poco en sus trincheras solo podías encontrar, de un lado, políticos y empresarios, y, del otro, hacktivistas, intelectuales y periodistas. No había mucho más. El campo de batalla, usualmente, era legal. El tratado ACTA gringo o la ley Sinde en España interesaban solo a unos cuantos.
Pero luego vino Wikileaks. Los gobiernos reaccionaron de la manera más desproporcionada posible. El resultado fue el apogeo de Anonymous, convertido en una especie de conciencia colectiva digital, que alcanzó la popularidad máxima vengando a la organización de Assange. Quizás aquí empezó, de verdad, la guerra. Las filas de Anonymous se engrosaron. El ciudadano de a pie se enteró de su existencia y, más importante aún, de las batallas por Internet. La mesa estaba servida.
Y a la mesa, un mal día, llegó SOPA, un proyecto “antipiratería” del Senado gringo que, para ponerlo en términos de The Outmeal, es como lidiar con un león escapado del zoológico quemando gatitos con un lanzallamas.
SOPA convocó a las protestas pacíficas más importantes en la historia de la red. El miércoles, Wikipedia se apagó, Google puso un manchón negro de censura en su buscador y miles de webs en todo el mundo concientizaron a millones. Esta vez, no se trataba de un tema de políticos y hacktivistas. No hubo forma de no enterarse. En poco tiempo más de 10 millones de firmas se enviaron al Congreso norteamericano, que no tuvo más remedio que congelar su draconiana ley. Internet había ganado.
Mientras todo esto ocurría, un gordo grande y rubio sudaba despavorido, corriendo dentro de su gigantesca mansión de 25 millones de dólares en Nueva Zeland. Como en una película de James Bond, a su paso activaba mecanismos de seguridad que bloqueaban el paso a las decenas de agentes de policías y agentes del FBI que habían llegado en dos helicópteros.
Finalmente, el gordo, Kim Schmitz (a) “Dotcom” —en español sería PuntoCom—, fue arrestado y todas su propiedades, incluidos sus 18 automóviles (entre ellos un Cadillac rosado y un Rolls-Royce Phantom), fueron confiscadas.
Nada más lejano a la utopía libertaria internetera que Kim Dotcom, un hacker exhibicionista alemán que, a fines del siglo pasado, cuando se llamaba “Kimble”, se mandó hacer una animación en flash en la que él mismo, con look a lo Matrix, acribillaba a Bill Gates. Ya había sido condenado un par de veces por fraude en Tailandia y Alemania pero finalmente había salido bien librado y terminó fundando, en Hong Kong, un servicio llamado Megaupload.
Megaupload y sus asociados Megavideo, Megaporn, Megapix, etc., eran servicios sencillos y no siempre gratuitos que ofrecían almacenamiento de archivos en Internet. Esto era muy útil para los que trabajamos en archivos muy pesados pero, por supuesto, también para lo que los defensores de SOPA llaman “piratería”.
Era salvajemente popular en América Latina (puesto 20 de las webs más visitadas en Perú, por encima de casi todas las webs de noticias). De hecho, en la investigación del FBI se acusa a Megaupload de formar parte de una “megaconspiración” que incluye sitios hispanos como Taringa y Series Yonkis.
La caida de Megaupload provocó la respuesta de Anonymous. La guerra continuará sin SOPA (pero con alguna otra ley parecida) y sin Megaupload (pero con decenas de servicios similares). Porque las industrias de entretenimiento se niegan a cambiar un modelo de negocio caduco en la era de Internet. Porque SOPA es intragable y, en cambio, como dice @inti, Megaupload era “ilegal e inmoral, pero legítima, como nuestros presidentes”. Esta guerra continuará.
Por: Marco Sifuentes
No hay comentarios:
Publicar un comentario