El pedido de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de abrir un proceso contra el Estado Peruano por el Caso Chavín de Huántar y la pretensión del Movadef, de inscribirse como partido político legal ante el Jurado Nacional de Elecciones han puesto nuevamente en el debate público la interpretación de nuestro pasado reciente. El Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (IFCVR), grupo de trabajo en el que colaboré como investigador, vuelve a ser el blanco de acusaciones y consiguientes defensas. Para sus opositores, se trata de un documento sesgado por la carga ideológica marxista de la mayoría de los comisionados que lo dirigieron y, por lo tanto, no es un referente válido para reconciliar el país. Para los que suscriben sus recomendaciones es un trabajo solvente que dice verdades incómodas y a ello se debe el rechazo que genera. De este modo, la clase política termina dividiéndose en torno a estas discrepancias, en un contexto en el que se deberían enfatizar los acuerdos para no repetir los errores del pasado.
Considero que el IFCVR es el esfuerzo más logrado de reconstruir una narración de país sobre una de sus mayores crisis, pero luego de casi diez años del inicio de dicha investigación, es insuficiente para lograr su objetivo mayor: la reconciliación de los peruanos. Lamentablemente sus conclusiones han sido objeto de politización, cuando deberían estar por encima de cualquier intento politiquero. Sus partidarios han caído en la defensa cerrada, acrítica, elevando sus argumentos a una estatura casi sagrada, portadora de una superioridad moral que no corresponde. Sus detractores han identificado sus puntos flacos, que contrastados con la realidad, no pueden pasarse por alto. Por ejemplo, al enfatizar la pobreza y la exclusión social como factores principales que explican la violencia (notable sesgo ideológico) se legitima intelectualmente una justificación que, en versiones más tergiversadas, puede ser usada en contra de la democracia.
Esas fragilidades argumentativas se agudizan por el hecho de que varios sectores políticos se sienten excluidos de una narración que busca ser integradora. Estas deficiencias están desbordando la idoneidad del texto como una brújula para leer el futuro en base al pasado. En casi una década, en vez de ganar legitimación, los argumentos del IFCVR se perciben más vulnerables. De este modo, la derecha no solo logra desprestigiar este documento, sino además crear sus propias lecturas históricas. La mayor prueba de que en la cultura política contemporánea existen narraciones alternas más exitosas es el alto porcentaje de votos alcanzado por el proyecto político de un líder preso por violar los derechos humanos. El fujimorismo, sin informe ni comisión, ha generado su propia interpretación de la violencia, que es seguida a pie juntillas por al menos un 20% de peruanos.
A estas alturas, tenemos verdades parciales, divididas, fragmentadas. Miramos nuestra nación frente al espejo lamentable del olvido, aún escindidos, fracturados y con memorias difusas e incoherentes entre sí. La amenaza de Movadef debería ser una alerta para que las fuerzas democráticas, de izquierda a derecha, establezcan acuerdos mínimos que no solo reconozcan el sufrimiento de las víctimas, sino, en igual medida, la dignidad de los que lucharon por defender al Estado. Y esto pasa indefectiblemente por considerar el valioso aporte de la CVR como una verdad necesaria pero insuficiente. Esta reconstrucción de la memoria histórica es el primer paso de un proceso mucho más largo, en el que los actores democráticos tienen la responsabilidad de involucrarse activamente, desde la política y la academia. El radicalismo violentista es una amenaza latente, pero sus intentos por legitimarse no deberían tomarnos desprevenidos.
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