El drama que vive Japón debe remecer la conciencia nacional: si en ese país –el mejor organizado para afrontar cataclismos– poco pudo preverse ante un sismo superior a los ocho grados, imaginemos lo que ocurriría en el Perú en situación equivalente.
El terremoto de Pisco (agosto del 2007) devastó zonas que, siendo para nosotros muy importantes, no representan sino una pequeñísima porción de lo impactado en el territorio nipón. Lo que ocurrió entonces fue algo doloroso, pero simple: la fuerza de la naturaleza arrasó ciudades y pueblos estructuralmente mal planteados desde sus cimientos.
Las construcciones se emplazaron sobre arena desértica, se construyó sin respetar mínimas consideraciones técnicas, se invadió el lecho de ríos a sabiendas de que era suicida y no se implementaron realmente los programas de prevención, mitigación y reacción ante desastres.
El Sistema de Defensa Civil no tiene auténtica capacidad para administrar crisis complejas. Con desprecio por los ciudadanos, el Estado sigue abordando esto con displicencia, a sabiendas de que el Perú se ubica en el cinturón sísmico del Pacífico.
Sabemos por las lecciones de la historia que tarde o temprano gran parte del territorio nacional terminará afectado por los desastres naturales. Culturas y hasta civilizaciones, como la Mochica y Caral, respectivamente, desaparecieron por fenómenos de El Niño, cataclismos y otras situaciones de terrible envergadura. No obstante, ese cúmulo de advertencias no sirvió para nada cuando grandes terremotos arrasaron, por ejemplo, Huaraz (1970, más de 70 mil muertos) y Lima (1746), entre otros lugares claves para la peruanidad.
Hoy, solo para ejemplarizar la lenidad culposa e inexcusable de nuestras autoridades, baste comprobar el estado miserable de las unidades de bomberos en Lima, donde se empieza a construir rascacielos, la ausencia de sistemas hidráulicos para sofocar incendios mayores, la inopia de hospitales y centros de salud, la inexistencia de refugios subterráneos y la precariedad de almacenes y reservorios de comestibles y agua potable para emergencias.
Está demostrado que el incanato tenía un diseño eficiente para prevenir la hambruna en el Ande. Ahora ni siquiera tenemos suficientes transportes para momentos de crisis, como helicópteros, buques y maquinaria de remoción de escombros.
Respecto del terremoto en Pisco, hay muchas cosas que no se han contado. Por ejemplo, si no hubiese existido un aeropuerto y facilidades portuarias, miles de compatriotas hubiesen muerto por falta de agua. Allí las vidas se salvaron solo por el tesón de nuestras FF.AA. y policiales que hicieron calladamente mucho más de lo que les reconocen el Gobierno y la prensa.
El problema que en cualquier momento tendremos que afrontar es, no obstante, más complejo de lo hasta aquí reseñado. En Lima, en esta época de ‘boom’ de construcción de edificios multifamiliares, ¿hay siquiera respeto real por las normas de construcción antisísmica? ¿Se guardan los retiros, el espacio para vehículos de emergencia, el emplazamiento de las tomas de agua y los espacios libres para reunión de víctimas? Se especula con los precios inmobiliarios, ¿pero alguien certifica la calidad sísmica de los terrenos ubicados en zonas como el acantilado limeño?
Lo preocupante no es solo la mortandad que un terremoto superior a los 7 grados podría causar. A falta de prevención y supervisión de los nuevos desarrollos, es evidente que si se dañaran edificaciones que ahora se construyen muchas veces sobre bases inciertas, el perjuicio económico y financiero para el país sería durísimo. En el caso chileno únicamente la reconstrucción tras el terremoto del 2010 está costando unos 30 mil millones de dólares.
En Pisco se botó dinero al repartirlo entre las víctimas, en vez de organizar una reconstrucción planificada. Se convocó al sector privado a un directorio que abortó por la intrusión maliciosa de congresistas, gobernantes regionales y municipales. En consecuencia, sí se ha reconstruido, ¿pero sobre qué bases? ¿Sobre los mismos sitios que ya fueron impactados por las ondas sísmicas? ¿Quién garantiza lo hecho?
En plena campaña electoral, salvo el oportunismo de última hora, ningún candidato a la presidencia o al Congreso ha presentado programas viables en el campo de defensa civil. Todos hablan de desarrollo, economía, salud, educación y hasta deporte. Pero nadie dice algo sobre eventos catastróficos que podrían costar la vida a centenares de miles de compatriotas, y causar una devastación peor que la de una guerra convencional.
Ahora, pues, es urgente que nuestras futuras autoridades demuestren en sus campañas que, por lo menos, tienen interés real en la prevención.
Por: Hugo Guerra
No hay comentarios:
Publicar un comentario