Me parece estupendo que estemos celebrando los 100 años del ‘descubrimiento’ de Machu Picchu por Hiram Bingham porque eso contribuye a enfatizar nuestra sensibilidad por el mundo andino, al cual debemos valorar como fuente esencial de nuestra identidad nacional.
Sin embargo, sería mucho más justo precisar que ese ‘descubrimiento’ nunca fue tal por varias razones. La primera es que la ‘montaña vieja’ (como se dice en quechua) que alberga el complejo lítico nunca se perdió, sino que se hizo paradójicamente invisible para los peruanos, salvo en las poblaciones aledañas.
Múltiples testimonios demuestran que la zona estaba incluida en la encomienda española de Ollantaytambo. También es probable que sus instalaciones fueran transitadas por los últimos incas de Vilcabamba, es decir los cuatro sucesores de Atahualpa que primero negociaron con los conquistadores en 1536 y luego se les enfrentaron en heroicas jornadas hasta su derrota final en 1572.
Parece, además, imposible que los primeros europeos que llegaron al Cusco desconocieran la magnitud del legado mítico de Pachacútec. Lo que ocurrió es que toda la zona –una suerte de enclave y paso entre los Andes y la selva amazónica– perdió interés para la economía colonial y pasó de ser punto neurálgico del gobierno inca a simple ubicación periférica, largamente olvidada por un colectivo nacional mestizo mucho más afecto al eurocentrismo y la entropía costeña.
Luego, está ya ampliamente demostrado que cuando Bingham llega a la quebrada de Picchu encuentra a familias de campesinos que incluso utilizaban algunos ductos y andenes ancestrales. Y, como precisa el profesor cusqueño Américo Rivas Tapia, en julio de 1902 el peruano Agustín Lizárraga ya había explorado la ciudadela mágica e incluso el entonces prefecto de Abancay contribuyó a facilitar el estudio de unas ruinas que la población lugareña no desconocía.
El mérito de Bingham entre 1911 y 1915 fue dirigir trabajos arqueológicos que permitieron la puesta en valor de Machu Picchu. Ese valor consiste en que, a partir de la primera publicación aparecida en “National Geographic” en 1913 (y que después se enriquecería con las fotos realizadas por Martín Chambi entre 1924 y 1928), el mundo empieza a tomar conciencia de una maravilla cultural que sorprende incluso a los propios peruanos, quienes terminarían convirtiéndola en un símbolo nacional.
Además, el ‘descubrimiento’ científico de Machu Picchu tuvo el tremendo valor político de constituirse en eje del debate indigenista en un país donde los mestizos peruanos seguían fascinados con los patrones de la civilización occidental, despreciando sus propias raíces nacionales. Más aun, la progresiva restauración del complejo arqueológico no solo permitió reconstruir fragmentos de un pasado grandioso, sino que alentó la ola nacionalista que creció entre la década de 1950 y el crítico año de 1968, cuando el militarismo manipuló los símbolos incaicos para propagandizar su ideología socializante.
Las celebraciones por Machu Picchu deben tener, entonces, un significado mayor a la simple celebración economicista por lo que representa para el turismo. Lo que somos actualmente como nación es consecuencia de una evolución de culturas y etapas que comenzaron en Caral y Chavín y llegaron, sin adecuada articulación, al punto culminante del Imperio Incaico.
La Colonia fue enriquecedora y apabullante, pero no pudo borrar ni eclipsar ese complicado legado prehispánico que, a cada momento, reaparece bajo la forma no solo del folclor, sino también de dolorosas realidades como la que estos días vive el pueblo aimara en Puno.
Por tanto, en el imaginario nacional Machu Picchu debe ser muchísimo más que la admiración por ese conjunto de enormes piedras maravillosamente ensambladas. Tiene que ser el símbolo de nuestra pluralidad étnica y nuestra multiculturalidad, lo cual a su vez debe entenderse como fuente de identidad y autenticidad nacional.
Identidad, porque simbólicamente marca la sólida relación con nuestro territorio, nuestra historia y nuestra realidad milenaria. Autenticidad, porque como peruanos debemos entendernos como consecuencia única (similar pero diferente de otras naciones) de la yuxtaposición espiritual y material de lo que vino de la Europa cristiana con todo lo prehispánico que se encontraba en esta parte del mundo.
La “alta ciudad de piedras escalares” a la que cantó Neruda debe fortalecer el orgullo de ser peruanos, identificándonos cada vez más con esa patria a la que debemos amar, honrar y defender, y a la que urge enriquecer integrando siempre a quienes –siendo diferentes cada quien en su sangre y su circunstancia individual– nos une el destino histórico del Perú.
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