Los violentos incidentes en Juliaca, donde (al cierre de esta edición) cinco personas murieron en medio de las protestas antimineras, nos devuelven a una pregunta crucial: ¿son irracionales las reclamaciones que encabezan los aimaras?
Una respuesta seria exige rehuir del simplismo legalista para ponderar los hechos con serenidad, perspectiva histórica y democrática apertura a complejos criterios culturales.
El pueblo aimara ha sido rastreado en sus orígenes hasta unos dos mil años antes de Cristo, ubicándolo como parte sustantiva de la civilización Tiahuanaco. Tiene un lenguaje propio y está compuesto por casi tres millones de personas que, si bien toman como eje la zona sur del lago Titicaca y parte del Altiplano cercano a El Alto, se distribuyen en el norte de Argentina, Chile, un buen segmento de Bolivia y llegan hasta las inmediaciones de Ayacucho, así como al corazón de Arequipa, Moquegua y Tacna dentro del Perú. A lo largo de su historia constituyó un Estado confrontado con los incas, y durante la Colonia difícilmente fue integrado al sistema de haciendas y feudos criollos. Desde principios del siglo XVIII su resistencia a la imposición del modelo occidentalizado ha sido célebre, modulando desde adentro ciclos económicos del sur andino, como el minero de Potosí y el alpaquero-textilero a inicios de la República.
Los aimaras se consideran a sí mismos como una nación y han consolidado una cosmovisión sustentada en el profundo respeto por el medio ambiente, en medio de sus principales actividades como la agricultura y la cría de camélidos. Para ellos la pachamama, o madre tierra, es el espacio del intercambio y el ayllu es una forma de organización familiar ampliada que determina formas de trabajo y economía comunitaria. Además, en una concepción religiosa donde el hombre no es el rey de la creación, sino una especie de inquilino responsable por el cuidado de la naturaleza, el pueblo milenario se siente protegido por los cerros que son guardianes divinos.
Como explica el profesor Eland Vera de la Universidad Nacional del Altiplano, “no debe extrañar que si el Estado concesiona territorios cercanos al monte tutelar Khapia para fines de explotación minera, los aimaras puneños reaccionen con gran indignación. Se trata de un lugar sagrado […] si un comunero aimara observa el tajo abierto de una profunda mina penetrada por potentes y ruidosas excavadoras, sencillamente está viendo algo parecido a una violación: un desproporcionado acto de violencia que adolece del principio de reciprocidad […] el hombre domesticado por la ‘fuerza civilizatoria de Occidente’ lo que observaría sería la materia prima de la que están hechas gran parte de sus preciosas mercancías que dan sentido a su goce material…”.
El problema, entonces, no se limita a la cancelación de una licencia minera. Detrás está el clamor de un pueblo que protesta contra la contaminación de los ríos Ramis y Suches en la cuenca del Titicaca, y que no entiende la utilidad de la Central Hidroeléctrica de Inambari. Esta protesta es similar al luctuoso episodio de Bagua y a las objeciones contra Tía María en Arequipa, Tambo Grande en Piura y el cerro Quilish en Cajamarca.
En esta perspectiva se produce lo que Samuel Huntington llamaría el “choque de civilizaciones”: de un lado la moderna república peruana tendría el derecho a usar los mecanismos de fuerza para imponer el orden, dejando de lado cualquier pedido que impida la libre explotación de los recursos naturales que son de todos los peruanos. Del otro lado está la alternativa complicada de ir a un replanteamiento sustantivo de nuestra propia identidad como estado-nación, reconociendo que el pueblo aimara no puede ser invisibilizado en sus reclamos.
Somos una república que debe mantenerse como unitaria, pero sobre bases pluriétnicas y multiculturales que nos exigen construir una patria en la cual los pueblos originarios no sean avasallados. Estamos obligados, por ello, a abrir espacios de tolerancia, diálogo y resolución pacífica de conflictos por encima, inclusive, de situaciones extremas desde la perspectiva de la modernidad occidentalizada.
Por supuesto, repudio la violencia y rechazo las formas agresivas de líderes como Walter Aduviri, pero soy enfático al sostener que los aimaras no son senderistas subversivos. Son un pueblo que cree haber entrado a un nuevo tiempo histórico en el cual reconstruirán su mundo ancestral. Frente a su protesta la respuesta no es desatar un genocidio. Estamos ante una circunstancia muy compleja, en la cual prudentemente debemos preservar la paz social y extender la presencia del Estado, pero valorando una racionalidad étnica que no puede ignorarse ni minimizarse.
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