Se enseña en la universidad que la política se estructura y acciona como un sistema articulado de elementos que responden a una concepción orgánica, que es lo que le da sentido al ejercicio del poder por el gobierno.
Cuando el elemento rector del sistema político es la democracia, las piezas responden a este principio, que se convierte en normas y controles, que están en la Constitución y en las garantías de protección que se expresan en el Estado de derecho. De este modo, las instituciones, la distribución del poder, los derechos ciudadanos, las libertades, los controles políticos, la persecución del delito, la economía, los servicios, todo funciona como un engranaje orgánico que incluye la capacidad de resolver disonancias y garantizar la paz social.
No obstante, existen disfuncionalidades que pueden afectar a los sistemas democráticos. Cuando se rompen las reglas de los equilibrios legales y los gobernantes renuncian a su legitimidad de origen, para adquirir beneficios, concentrar poder y cometer delitos, recubiertos de impunidad, lo que se ha alterado es la esencia de la democracia como sistema de gobierno.
En la práctica, se ha generado un subsistema político, en el que quienes ocupan los cargos de poder, medran con el objeto de perpetuarse, perseguir, corromper, copar instituciones y hacer que el conjunto de los sistemas del país sean puestos al servicio de ese subsistema autónomo de poder, implantándose un régimen autoritario.
Por lo general, estos regímenes no acaban su composición subsistémica cuando dejan el gobierno. La corrupción, las redes de intereses establecidas, las conexiones y la necesidad de camuflarse en la legalidad para sobrevivir, les da la capacidad para funcionar en la sombra, a la espera de la primera oportunidad que le da una democracia, en la que no creen, para recuperar su botín preferido: el poder del Estado.
El Perú ha sido prolijo en la existencia de estos regímenes autoritarios. El último que funcionó como un subsistema autónomo fue el fujimorismo, nombre, obviamente, tomado del ingeniero Fujimori, que llegado al poder en elecciones democráticas, desconoció su origen, para dar un golpe de Estado y gobernar el país con una camarilla civil y militar, que durante diez años destruyó instituciones, robó, compró personas, violó derechos humanos y alteró sistemáticamente el Estado de derecho, hasta convertirlo en una piltrafa.
Los principales responsables del latrocinio: Fujimori, Montesinos y Hermoza han sido juzgados y sentenciados, pero los juicios por corrupción y delitos contra la vida aún continúan para juzgar a quienes tienen procesos abiertos; algunos están prófugos: Malca, Víctor Aritomi, Rosa Fujimori… Además, de los seis mil millones de dólares, que se estima robaron, apenas si se han recuperado 300 millones.
El fujimorismo, en tanto subsistema político corrupto, se ha cobijado en la democracia. No ha desaparecido; vive y tiene una alta probabilidad de ocupar nuevamente el poder.
No se trata de pedir cuentas a Keiko Fujimori, por la conducta de su padre. Tal pretensión es absurda. El problema es que si gana, es el fujimorismo el que recupera el poder, con toda su carga de autoritarismo, corrupción y destrucción de instituciones. Es el fujimorismo quien la ha puesto de candidata, son los cuadros del fujimorismo los que se aprestan a gobernar; son sus métodos los que volverán a funcionar, es Montesinos quien chantajeará con entregar videos comprometedores que Fujimori no logró recuperar, hasta conseguir su libertad y así, todo ese aparato que humilló al pueblo peruano volverá al poder ¿Para quedarse cuánto tiempo esta vez?
¿Y Humala? ¿Dará al país las garantías de transparencia democrática que el dramático dilema exige?
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