Veinte años no son nada si no sacamos las lecciones correctas del 5 de abril de 1992. El denominado “autogolpe” de Alberto Fujimori es leído convenientemente desde la vereda que se tome. Su interpretación auténtica es materia de pugna política entre fujimoristas y antifujimoristas, es la esencia de la división política más importante del Perú contemporáneo.
Conocemos de paporreta el cuentazo según los naranjas y la derecha gris: no hubiéramos salido de la hiperinflación ni de la violencia terrorista sin el cierre de un Congreso elegido democráticamente. Aunque se ha demostrado largamente que las severas medidas de ajuste pueden aplicarse con éxito bajo regímenes competitivos, y que la lucha antisubversiva llevada adelante por un gobierno autoritario genera perversas consecuencias para las instituciones democráticas, se insiste con contumacia en la santidad de la “mano dura” para llevarnos por el camino “correcto”.
La historia se puede tergiversar de esta manera porque –insisto– el fujimorismo va ganando la batalla por la memoria –sí, esa que los progresistas vociferan en talleres, seminarios y demás ejercicios intelectualoides–. En primer lugar, los antifujimoristas se olvidan que el “doble disolver” fue popular en su momento (el 71% de limeños aprobó la disolución del Congreso; el 60% creía que Fujimori no violaba la Constitución), pero, en segundo lugar, quieren pasar por alto que el fujimorismo no haya apelado –como sugieren– al olvido que todo destruye; sino han producido con éxito su propia ideología y su reconstrucción de los sucesos. Hoy un 37% de encuestados a nivel nacional aprobaría el autogolpe de volver a 1992. No puede interpretarse el 5 de abril como un “fracaso” del fujimorismo, si todavía la mitad de los peruanos aprobaría la disolución del Congreso en caso de crisis económica o en caso de entrampamiento entre Ejecutivo y Legislativo (fuente: Ipsos Apoyo).
El Perú actual es más personalista y menos institucionalizado (y la derecha es menos liberal) por causa del 5 abril. Fujimori demostró que es un soplo la democracia, que se disuelve en el aire gracias a la complicidad de unas élites demasiado economicistas como para estar a la altura de la autoridad moral. Mientras los que aducen tenerla practican en realidad la doble moral: aplaudir de pie a Álvaro Uribe es también aplaudir a un poco a Alberto Fujimori y a las violaciones de los derechos humanos.
La ofensiva judicial, aunque estancada, ha ido por buen camino al demostrar que el autócrata que huye tarde o temprano detiene su andar, ya sea en la Diroes o en la Base Naval. El burlón mirar de los fujimoristas que pasaron a la segunda vuelta el año pasado, no debe observarse con indiferencia porque supone –queramos o no– la victoria política de los que llevaron a nuestra democracia al borde del colapso y la destrucción. Si no logramos comprender a cabalidad los funestos legados del autoritarismo fujimorista, es muy probable que, efectivamente, veinte años no sean nada, que nos volvamos a enfrentar con nuestro encadenado pasado, y solo nos quede volver con la frente marchita.
No hay comentarios:
Publicar un comentario