En la universidad se nos educa en la idea del diálogo. Uno expone sus mejores ideas pero tiene, a la vez, la disposición a cambiar de parecer si es que los argumentos del otro resultan más convincentes que los propios. Entonces entrar en diálogo supone dejar de lado la pretensión de tener la verdad última y definitiva. De otra manera solo estaríamos predicando. Y allí donde la prédica sustituye al diálogo florece la intransigencia y la imposición. La diferencia no es tolerable y hasta se justifica el uso de la violencia para suprimirla.
No pienso que tenga que haber una oposición entre razón y fe. Por sí misma la razón no puede afirmar ni negar la existencia de Dios. Débil sería la fe de quien quiere prohibir la libertad de pensar. Detrás de esta actitud solo puede estar el miedo a que resulte falsa nuestra creencia.
Pero esta es justamente la posición del cardenal Cipriani. Es decir, atribuirse la potestad para decidir lo que todos deben creer y para censurar lo que no deben pensar. Ya lo dijo en su carta con motivo del aniversario 90 de la PUCP. Allí escribe que no puede haber oposición entre dos órdenes de realidades “que muy a menudo se tienden a oponer: la búsqueda de la verdad y la certeza de conocer ya la fuente de la verdad”. Es decir, la búsqueda de la verdad no puede encontrar otra cosa que no sea lo que ya saben los que “tienen la certeza de conocer ya la fuente de la verdad”. La consecuencia práctica de esta afirmación es que la autoridad, definida como la que tiene “la certeza de conocer ya la fuente de la verdad”, se reserva el derecho para decidir en qué campo puede reclamar ser infalible. De esta manera se restringe la libertad, pues si ya se sabe la verdad, cualquier investigación sería redundante, y hasta maléfica. Es el obstinado intento del Opus Dei de traer de vuelta a la Inquisición.
Así se destruye el espíritu universitario, ya que la razón argumentativa queda desplazada por la sumisión miedosa. Se comprende entonces que el cardenal reclame para sí el derecho de nombrar al rector de la PUCP.
Los que piensan que tienen la verdad definitiva reivindican, desde luego, una autoridad incuestionable, no hay salvación fuera de la órbita de su imperio. Entonces la opción sería: o bien obedecer hacia la salvación, o bien extraviarse hacia la oscuridad de la degradación y la locura nihilista.
El argumento luce persuasivo, pues no es posible un mundo sin autoridad. Pero hay una gran diferencia entre una autoridad democráticamente elegida y sujeta al escrutinio de sus seguidores, y una autoridad que sin haber sido elegida se reclama autónoma y por encima de cualquier control. En este caso, ¿quién fiscaliza a la autoridad? Si la autoridad logra ser aceptada como soberana, entonces, el resultado es la concentración del poder. Y quien detenta ese poder absoluto le dice a sus seguidores: dame tu libertad y, a cambio, yo te daré tranquilidad, una vida apaciguada. Lo malo es que ese apaciguamiento no alcanza a quien se reserva el poder. Y entonces el poder se desliza en la corrupción. Lo hemos visto tantas veces. Y en tan diferentes ámbitos. En algún momento se cae la careta, y tras la figura de quien pretendía ser obedecido sin fiscalización, vemos al ser humano divinizado pero descontrolado. Es el caso del estalinismo tropical de los Castro en Cuba. O también del gobierno mafioso y corrupto de Fujimori. Y, en la Iglesia, los casos recientes son la doble vida del animador del Sodalicio, y el desenfreno perverso del fundador de los Legionarios de Cristo.
Estamos condenados a ser libres y abjurar de esa libertad en favor de un poder incuestionable es una propuesta tentadora pero que sencillamente no funciona. El poder absoluto corrompe absolutamente. La democracia y la libertad tienen sus tropiezos pero el despotismo saca siempre lo peor de la criatura humana.
Estoy muy orgulloso de la educación que he recibido en el colegio de los SS.CC. Recoleta. Y me siento medularmente cristiano. Pero entiendo que ser cristiano es ser responsable de sí; negarse a legitimar un poder que al pretenderse incuestionable termina siendo abusivo. Y en cuanto a la Teología de la Liberación, pienso que está más viva que nunca, pues Jesús tiene que estar más cerca de quien más sufre. Y así lo ratificaron los obispos en la reunión de Aparecida donde se reiteró la “opción preferencial por el pobre” de la Iglesia latinoamericana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario