Es un momento institucional en el que los desaciertos son por demás impertinentes. Defendimos al Tribunal Constitucional durante la crisis del Caso Chacón, entendiendo que más allá de cualquier preferencia personal resultaba inaceptable que una persona sea sometida a juicio durante cinco años sin sentencia. Después del Caso Chacón ha habido desaciertos, como entrometerse en cuestiones arancelarias o invadir la esfera reservada de los tribunales arbitrales. Malas señales, sin duda. Pero rebasa todo llamado a la tolerancia que el Tribunal Constitucional pretenda imponer condenas a los medios de comunicación, así sean morales, por recoger, difundir y comentar denuncias de interés público, incluso aunque estas condenas se pretendan imponer solo en los casos en que la fuente parezca haber obtenido su información interceptando teléfonos o correos electrónicos.
Hagamos precisiones. Me cuento entre quienes han insistido en que los medios no deberían dejarse usar como cajas de resonancia de campañas montadas de una otra manera por carteles de interceptación de comunicaciones privadas. He sostenido más de una vez que al hacerlo, los medios terminan prestándose a un márketing perverso, que consiste en demostrarnos a todos que la interceptación de comunicaciones es un arma muy útil para atacar adversarios en disputas políticas, legales o empresariales. Sospecho que la demanda de servicios de interceptación debe haber aumentado después de cada una de las crisis recientes que ha estado basada en la circulación de audios de conversaciones o correos privados.
Por eso creo que como comunidad no deberíamos prestarle a este tipo de material la atención que le damos y menos exigir que nuestros tribunales usen estos productos como si se trataran de pruebas decisivas para resolver casos legales. Sin embargo, mi opinión sobre la prudencia que deberían tener (y a veces no tienen) los medios al tratar casos asociados a interceptaciones no me permitiría pretender, como pretende el TC, que la difusión de este material esté o deba estar legalmente prohibida. Bajo ningún concepto debemos convertir objeciones basadas en la prudencia esperada de los medios en reglas sobre censura. La Constitución es muy clara. El producto de las violaciones a la correspondencia no puede ser usado en juicio como prueba. Pero de ahí no se deduce, nos guste o no, que los medios estén prohibidos de usar ese material y comentarlo en público.
Los medios están constitucionalmente autorizados a informar y formar opinión sobre hechos de interés, incluso empleando material obtenido ilegalmente. Los jueces y los fiscales no. Por eso, a la par que aceptamos, aunque no nos guste, que los medios puedan comentar y difundir incluso audios o correos originados en interceptaciones, debemos también aceptar que los tribunales se nieguen a tomar decisiones basándose en ese tipo de productos. La comunidad debe entender que en una república basada en derechos existe más de un estándar de moralidad aplicable a distintos segmentos de actividad social. A la prensa, organizada en función de libertades públicas, le son exigibles límites de acción distintos a los que se aplican a los tribunales, que actúan en salvaguarda de la ley y sus prohibiciones. La exigibilidad de un comportamiento moralmente correcto no opera igual si analizamos las cosas desde el punto de vista de la prensa o desde el punto de vista de los tribunales. Y debemos aprender a vivir en medio de esa dualidad.
Es esperable que a la larga la imposibilidad de hacer uso legal de las seudoevidencias obtenidas mediante interceptaciones arrincone a los carteles de la interceptación. En algún momento todos tendremos que prestar menos interés a este tipo de productos, entendiendo que serán inútiles a la larga. Pero el proceso para comportarnos de esta manera será largo. Supone mucho de autorregulación y mucho de madurez en la reacción de la colectividad hacia estas seudonoticias. En ningún caso el uso de prohibiciones verticales, como la que está ensayando el TC en este caso.
La decisión del TC en el Caso Quimper es, entonces, impertinente desde mi punto de vista. Felizmente, la sentencia es lo suficientemente general como para que el propio TC pueda desvincularse pronto de sus efectos. No es agradable para nadie aceptar un error. Pero en casos de este tipo, hacerlo puede ser decisivo.
Por: César Azabache
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