El día 10 de diciembre de 2010, pasará a la historia para todos los peruanos, pero en especial para los arequipeños en todo el mundo, el más universal de nuestros escritores, Mario Vargas Llosa, recibió el tan ansiado y por muchos años esquivo premio Nobel de Literatura. Este día será recordado por siempre ya que es uno de los pocos latinoamericanos en recibir tamaña distinción (recordemos a sus antecesores: Gabriel Mistral, Pablo Neruda, Miguel Ángel Asturias, Gabriel García Márquez y Octavio Paz) y encima de todo peruano. Por tal motivo trascribo el discurso que ofreció como brindis en la cena de gala llevada a cabo en Estocolmo:
Majestades, altezas, excelencias, señores, señoras:
Soy un contador de historias y, por lo tanto, antes de proponerles un brindis, voy a contarles una historia.
Érase una vez un niño que a los cinco años aprendió a leer. Eso le cambió la vida. Gracias a los libros de aventuras que leía, descubrió una manera de escapar de la pobre casa, del pobre país y de la pobre realidad en que vivía, y de trasladarse a lugares maravillosos, espléndidos, con seres bellísimos y cosas sorprendentes donde cada día, cada noche, significaba una manera más intensa, aventurera y novedosa de gozar.
Gozaba tanto leyendo historias que, un día, este niño, que ya era un joven, se dedicó también a inventarlas y escribirlas. Lo hacía con dificultad pero, al mismo tiempo, con felicidad y gozando cuando escribía tanto como cuando leía.
Sin embargo, el personaje de mi historia era muy consciente de que una cosa era el mundo de la realidad y otra, muy distinta, el mundo del sueño y la literatura y que éste ultimo sólo existía cuando él leía y escribía. El resto de tiempo, se eclipsaba.
Hasta que en un amanecer neoyorquino el protagonista de mi cuento recibió una sorpresiva llamada en la que un señor de apellido impronunciable le anunció que había recibido un premio y que tendría que ir a recibirlo a una ciudad llamada Estocolmo. capital de un país llamado Suecia (o algo así).
Mi personaje comenzó entonces, maravillado, a vivir, en la vida real, una de esas experiencias que, hasta entonces, sólo existían para él en el dominio ideal e irreal de la literatura. Se sintió de pronto como debió sentirse el mendigo cuando fue confundido con el príncipe en la novela de Mark Twain. Todavía sigue allí, desconcertado, sin saber si sueña o está despierto, si aquello que vive lo vive de verdad o de mentiras, si esto que le pasa es la vida o es la literatura, porque los límites entre ambas parecen haberse eclipsado por completo.
Queridos amigos, ahora ya puedo proponerles el brindis prometido.
Brindemos por Suecia, ese curioso país que parece haber conseguido, para ciertos privilegiados, el milagro de que la vida sea literatura y la literatura vida.
¡Salud! (Skál) y muchas gracias.
Soy un contador de historias y, por lo tanto, antes de proponerles un brindis, voy a contarles una historia.
Érase una vez un niño que a los cinco años aprendió a leer. Eso le cambió la vida. Gracias a los libros de aventuras que leía, descubrió una manera de escapar de la pobre casa, del pobre país y de la pobre realidad en que vivía, y de trasladarse a lugares maravillosos, espléndidos, con seres bellísimos y cosas sorprendentes donde cada día, cada noche, significaba una manera más intensa, aventurera y novedosa de gozar.
Gozaba tanto leyendo historias que, un día, este niño, que ya era un joven, se dedicó también a inventarlas y escribirlas. Lo hacía con dificultad pero, al mismo tiempo, con felicidad y gozando cuando escribía tanto como cuando leía.
Sin embargo, el personaje de mi historia era muy consciente de que una cosa era el mundo de la realidad y otra, muy distinta, el mundo del sueño y la literatura y que éste ultimo sólo existía cuando él leía y escribía. El resto de tiempo, se eclipsaba.
Hasta que en un amanecer neoyorquino el protagonista de mi cuento recibió una sorpresiva llamada en la que un señor de apellido impronunciable le anunció que había recibido un premio y que tendría que ir a recibirlo a una ciudad llamada Estocolmo. capital de un país llamado Suecia (o algo así).
Mi personaje comenzó entonces, maravillado, a vivir, en la vida real, una de esas experiencias que, hasta entonces, sólo existían para él en el dominio ideal e irreal de la literatura. Se sintió de pronto como debió sentirse el mendigo cuando fue confundido con el príncipe en la novela de Mark Twain. Todavía sigue allí, desconcertado, sin saber si sueña o está despierto, si aquello que vive lo vive de verdad o de mentiras, si esto que le pasa es la vida o es la literatura, porque los límites entre ambas parecen haberse eclipsado por completo.
Queridos amigos, ahora ya puedo proponerles el brindis prometido.
Brindemos por Suecia, ese curioso país que parece haber conseguido, para ciertos privilegiados, el milagro de que la vida sea literatura y la literatura vida.
¡Salud! (Skál) y muchas gracias.
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