23 de diciembre de 2013

NAVIDAD: ALEGRÍA Y ESPERANZA

La Navidad es (está llamada a ser) un tiempo de alegría y de esperanza. De alegría porque en él se recuerda y agradece la presencia del amor de Dios en la vida de todos los días, “tanto amó Dios al mundo que envió a su propio Hijo”, dice el evangelio de Juan. Los evangelios nos dan las coordenadas históricas del nacimiento en un pesebre en la periferia de un pequeño pueblo, que, salvo ciertos pastores, ignoró el hecho. Sin embargo, fue el humilde inicio de una presencia que va más allá de las fronteras del mundo cristiano y se extiende a la humanidad entera, hermanándonos en lo más profundo de nosotros mismos. Entre otras cosas, eso nos hace responsables los unos de los otros, lo expresa la pregunta de Dios a Caín, en las primeras páginas de la Biblia: “¿dónde está tu hermano?”, fraternidad que se arraiga en la filiación, todos somos hijas e hijos de Dios.

La relación y solidaridad con el otro nos hace seres humanos auténticos, por ello la paz, que implica integridad y concordia, es un tema navideño. Esa es la razón de su íntimo vínculo con la justicia en tanto reconocimiento de la dignidad y derechos de toda persona, sin justicia no hay paz dice, a cada paso la Biblia. Solo se acoge el don del amor de Dios –que recuerda la Navidad– en la medida en que inspira una vida marcada por el compromiso y servicio hacia los otros, en particular hacia los más pobres y olvidados. La Navidad no es una breve pausa de paz –una puesta entre paréntesis– en medio de la indiferencia ante la postergación y el sufrimiento de tantos, sobre todo de aquellos que Jesús considera sus preferidos, como el papa Francisco no cesa de repetirlo.

La Navidad es, asimismo, un tiempo de esperanza. Algo que parecería ir a contracorriente del curso presente de la historia, ante la pobreza y la marginación de personas y pueblos, el hambre de mil millones de seres humanos en el mundo actual, una desigualdad creciente en nuestro país que hace que el presente desarrollo económico reserve migajas para los más pobres, que salen de la miseria y poco después regresan a ella –y todo a pie o a lo más en combis– según volubles datos estadísticos, el desconocimiento del derecho de los pobres a tener los mismos derechos (y no todos económicos) que todos los demás. En esas condiciones ¿cómo vivir la alegría de que hablábamos?, ¿cómo encarnar la esperanza en nuestra realidad?, ¿cómo hacer que la Navidad sea un motivo de “alegría para todo el pueblo”, según afirma el evangelio de Lucas?

La esperanza es, en primer lugar un don de Dios, un don que debe ser acogido creando en la historia, en nuestro mundo, en la vida de todos los días, razones de esperar; ello supone compromisos realistas y transformadores de situaciones que no corresponden a las exigencias del Evangelio. Desde la primera Navidad no es posible separar la historia humana de la fe cristiana. Cuando a Jesús le preguntaban dónde vivía respondía que lo siguieran y lo vieran ellos mismos; si lo interrogaban por su identidad, decía vean mis obras, obras de compasión, de misericordia, es decir con el corazón puesto en el mísero, en el pobre, el sufriente, el insignificante. Y con ternura como dice, y con mucha razón, el papa Francisco.

Por otra parte, esperar no es aguardar pasivamente, debe llevar al empeño de forjar activamente razones de esperanza, en nuestro caminar, y dar cuenta de ello. La esperanza en el amor de Dios es una vivencia que no se confunde con una utopía histórica o un proyecto social; pero, puede ser un factor, entre otros, que los genere en la medida en que ellos permiten encontrar los caminos concretos para llevar a cabo la voluntad de construir una sociedad justa y fraterna. No hablamos de una esperanza fácil, pero por frágil que pueda parecer, en algunos momentos, es capaz de echar raíces en el mundo de la insignificancia social, en el mundo del pobre, de encenderse, aun en medio de situaciones difíciles, y de mantenerse viva y creativa.

Evitemos que el consumismo de estos días consuma nuestro testimonio del mensaje de fe y amor por toda persona, y en particular por los que sufren pobreza y olvido, que Jesucristo nos ha legado.

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